Semana 12: Final del Taller de Narrativa

12 son las semanas que hemos estado desenseñando a desaprender cómo se describen las cosas... La esponja de palabras está hasta arriba pero ¡aún tiene capacidad de absorber vuestros últimos relatos!.

Y no olvidarse jamás que NUNCA TE ACOSTARÁS SIN SABER UNA COSA MÁS.

Algo había sucedido

Algo había sucedido
Dino Buzzati


El tren había recorrido sólo pocos kilómetros (y el camino era largo, nos se detendrían recién en la lejanísima estación de llegada, después de correr durante casi diez horas) cuando vio por la ventanilla, en un paso a nivel, a una muchacha. Fue una casualidad, podía haber mirado tantas otras cosas y en cambio su mirada cayó sobre ella, que no era hermosa ni tenía nada de extraordinario. ¡Quién sabe por qué había reparado en ella! Era evidente que estaba apoyada en la barrera para disfrutar de la vista de ese tren, superdirecto, expreso al norte, símbolo -para aquella gente inculta- de vida fácil, aventureros, espléndidas valijas de cuero, celebridades, estrellas cinematográficas... Una vez al día este maravilloso espectáculo y absolutamente gratuito, por añadidura.
Pero cuando el tren pasó frente a la muchacha, en vez de mirar en su dirección se dio vuelta para atender a un hombre que llegaba corriendo y le gritaba algo que ellos, naturalmente, no pudieron oír, como si acudiera a prevenirla de un peligro.
Solamente fue un instante: la escena voló, quedó atrás y se quedo preguntándose qué preocupación le había traído aquel hombre a la muchacha que había venido a
contemplarlos. Y ya estaba por adormecerse, al rítmico bamboleo del tren, cuando
quiso la casualidad -se trataba seguramente de una pura y simple casualidad- que
reparara en un campesino parado sobre un murito, que llamaba y llamaba hacia el
campo, haciéndose bocina con las manos. También esta vez fue un momento porque el
expreso siguió su camino, aunque le dio tiempo de ver a seis o siete personas que
corrían a través de las praderas, los cultivos, la hierba medicinal, pisoteándola sin
miramientos. Debía ser algo importante. Venían de diferentes lugares -de una casa, de
una fila de viñas, de una abertura en la maleza- pero todos corrían directamente al
murito, acudiendo alarmados, al llamado del muchacho. Corrían, sí, ¡por Dios cómo
corrían!, espantados por alguna inesperada noticia que los intrigaba terriblemente,
quebrando la paz de sus vidas. Pero fue sólo un instante, lo repito apenas un relámpago; no tuvieron tiempo de observar nada más.
"¡Qué extraño!", pensó, "en pocos kilómetros ya dos casos de gente que recibe, de
golpe, una noticia" (eso, al menos era lo que él presumía). Ahora, vagamente
sugestionado, escrutaba el campo, las carreteras, los paisajes, con presentimiento e
inquietud. Seguramente estaba influido por el especial estado de ánimo, pero lo cierto es que cuanto más observaba a la gente, más le parecía encontrar en todos lados una
inusitada animación. ¿Por qué aquel ir y venir en los patios, aquellas afanadas mujeres, aquellos carros...? En todos los lados era lo mismo. Aunque a esa velocidad era imposible distinguir bien, hubiera jurado que toda esa agitación respondía a una misma causa. ¿Se celebraría alguna procesión en la zona? ¿O los hombres se dispondrían a ir al mercado? El tren continuaba adelante y todo seguía igual, a juzgar por la confusión. Era evidente que todo se relacionaba: la muchacha del paso a nivel, el joven sobre el muro, el ir y venir de los campesinos: algo había sucedido y toda la gente del tren no sabia nada.

Miró hacia sus compañeros de viaje, algunos en el compartimiento, otros en el corredor. No se habían dado cuenta de nada. Parecían tranquilos y una señora de unos sesenta años, frente a él, estaba a punto de dormirse. ¿O acaso sospechaban? Sí, sí, también ellos estaban inquietos y no se atrevían a hablar. Más de una vez los sorprendió echando rápidas miradas hacia fuera. Especialmente la señora somnolienta, sobre todo ella, miraba de reojo, entreabriendo apenas los párpados y después examinaba
cuidadosamente para ver si la había descubierto. Pero, ¿de qué teníamos miedo?
Nápoles. Aquí, habitualmente, el tren se detiene. Pero nuestro expreso, no, hoy no.
Desfilaron cerca las viejas casas y en los patios oscuros se veían ventanas iluminadas.
En aquellos cuartos -fue un instante- hombres y mujeres aparecían inclinados, haciendo
paquetes y cerrando valijas. ¿O se engañaba y todo era producto de su fantasía?
Se preparaban para marcharse. "¿Adónde?", le preguntaba. Evidentemente no era una
noticia feliz, pues había como una especie de alarma generalizada en la campaña como
en la ciudad. Una amenaza, un peligro, el anuncio de un desastre. Después le decía: "Si
fuera una desgracia se habría detenido el tren; y en cambio, el tren encontraba todo en
orden, señales de vía libre, cambios perfectos, como para un viaje inaugural.
Un joven a su lado, simulando que se desperezaba, se había puesto de pie. En realidad
quería ver mejor y se le inclinaba para estar más cerca del vidrio. Afuera, el
campo, el sol, los caminos blancos y sobre los caminos carros, camiones, grupos de
gente a pie, largas caravanas, semejantes a las que marchan en dirección a la iglesia el día del santo patrón de la ciudad. Ya eran cientos, cada vez más gentío a medida que el tren se acercaba al norte. Y todos llevaban la misma dirección, descendían hacia el sur, huían del peligro mientras ellos íban directamente a su encuentro; a velocidad enloquecida se precipitaban, corrían hacia la guerra, la revolución, la peste, el fuego... ¿Qué más podía pasares? No lo sabrían hasta dentro de cinco horas, en el momento de llegar y seguramente sería demasiado tarde.
Nadie decía nada. Ninguno quería ser el primero en ceder. Cada uno quizás dudara de sí
mismo, como él, y en la incertidumbre se preguntara si toda aquella alarma sería real o
simplemente una idea loca, una alucinación, una de esas ocurrencias absurdas que
suelen asaltarles en el tren, cuando ya se está un poco cansado. La señora de enfrente
lanzó un suspiro, aparentando que recién se despertaba e igual que aquel que saliendo
efectivamente del sueño levanta la mirada mecánicamente, así ella levantó las pupilas,
fijándolas, casi por azar, en la manija de la señal de alarma. Y también todos ellos
miraron el aparato, con idéntico pensamiento. Nadie se atrevió a hablar o tuvo la
audacia de romper el silencio o simplemente osó preguntar a los otros si habían
advertido, afuera, algo alarmante.
Ahora las carreteras hormigueaban de vehículos y gente, todos en dirección al sur. Se
cruzában con trenes repletos de gente. Los que les veían pasar, volando con tanta
prisa hacia el norte, les miraban desconcertados. Un multitud había invadido las
estaciones. Algunos les hacían señales, otros les gritaban frases de las cuales se
percibían solamente las voces, como ecos de la montaña.
La señora de enfrente empezó a mirarlo. Con las manos enjoyadas estrujaba
nerviosamente un pañuelo, mientras suplicaba con la mirada. Parecía decir: si alguien
hablaba... si alguno de ellos rompiera al fin este silencio y pronunciara la pregunta
que todos están esperando como una gracia y ninguna se atreve a formular...
Otra ciudad. Como al entrar en la estación el tren disminuyó su velocidad, dos o tres se levantaron con la esperanza de que se detuviera. No lo hizo y siguió adelante como una estruendosa turbonada a lo largo de los andenes donde, en medio de un caótico montón de valijas, un gentío se enardecía, esperando, seguramente, un convoy que partiera. Un muchacho intentó seguirles con un paquete de diarios y agitaba uno que tenía un gran titular negro en la primera página. Entonces, con un gesto repentino, la señora que estaba frente a él se asomó, logrando detener por un momento el periódico, pero el viento se lo arrancó impetuosamente. Entre los dedos le quedó un pedacito. Advertió que sus manos temblaban al desplegarlo. Era un papelito casi triangular. Del enorme título, sólo quedaban tres letras: ION, se leía. Nada más. Sobre el reverso aparecían indiferentes noticias periodísticas.
Sin decir palabra, la señora levantó un poco el fragmento, a fin de que pudiéramos
verlo. Todos lo habían visto, aunque ella aparentaba ignorarlo. A medida que crecía
el miedo, se volvían más cautelosos. Corrían como locos hacia una cosa que
terminaba en ION y debía de tratarse de algo espeluznante; poblaciones enteras se
daban a la fuga. Un hecho nuevo y poderoso había roto la vida del país, hombres y
mujeres solamente pensaban en salvarse, abandonando casas, trabajos, negocios, todo,
pero su tren no, el maldito aparato, del cual ya se sentían como un
pasamano más, como un asiento, marchaba con la regularidad de un reloj, a la manera
de un soldado honesto que se separa del grueso del ejército derrotado para llegar a su
trinchera, donde ya la ha cercado el enemigo. Y por decencia, por un respeto humano
miserable, ninguno de ellos tenía el coraje de reaccionar. ¡Oh los trenes, cómo se
parecen a la vida!

Faltaban dos horas. Dos horas más tarde, a la llegada, ya sabrian la suerte que les
esperaba a todos. Dos horas. Una hora y media. Una hora. Ya descendía la oscuridad.
Vieron a lo lejos las luces de su anhelada ciudad y su inmóvil resplandor
reverberante, un halo amarillo en el cielo, les volvió a dar un poco de coraje.
La locomotora emitió un silbido, las ruedas resonaron sobre el laberinto de los cambios. La estación, la superficie -ahora oscura- del techo de vidrio, las lámparas, los carteles, todo estaba como de costumbre. Pero, ¡horror! Aún el tren se movía, cuando vió que la estación estaba desierta, los andenes vacíos y desnudos. Por más que busqué no pudo encontrar una figura humana. El tren se detuvo, al fin. Corrimos por el andén hacia la salida, a la caza de alguno de sus semejantes. Le pareció entrever al fondo, en el ángulo derecho, casi en la penumbra, a un ferroviario con su gorro que desaparecía por una puerta, aterrorizado. ¿Qué habría pasado? ¿No encontrarían un alma en la ciudad? De pronto, la voz de una mujer, altísima y violenta como un disparo, les hizo estremecer. "¡Socorro! ¡Socorro!", gritaba y el grito repercutió bajo el techo de vidrio

con la vacía sonoridad de los lugares abandonados para siempre.

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