Semana 12: Final del Taller de Narrativa

12 son las semanas que hemos estado desenseñando a desaprender cómo se describen las cosas... La esponja de palabras está hasta arriba pero ¡aún tiene capacidad de absorber vuestros últimos relatos!.

Y no olvidarse jamás que NUNCA TE ACOSTARÁS SIN SABER UNA COSA MÁS.

“Redacción” (Quim Monzó) bajo narrador omnisciente

La esperada mañana del domingo amaneció espléndida mientras el dorado círculo solar ascendía exultante tras las montañas hacia la cúspide de un bello cielo inesperadamente brillante y azul. Marisa se levantó y abrió las ventanas de su dormitorio, aspirando la suave brisa portadora de los lejanos aromas del campo y sonriendo aliviada ante la dulce posibilidad que le brindaba el amanecer para dejar atrás aquella noche de insomnio e inquietantes pensamientos, sepultada para siempre en los lejanos e insondables abismos del recuerdo. Suspirando, se dispuso a afrontar el reto de encarar con normalidad fingida la insulsa realidad de su rutina cotidiana.

Minutos más tarde toda la familia, integrada por el joven matrimonio entre Marisa y Rafael y el primer fruto del mismo, el pequeño Carlos, disfrutaba de un apacible paseo bajo los cálidos rayos del ardiente sol de la mañana. Marisa caminaba ataviada con unos zapatos claros y un vestido beige cubierto por una rebeca de color blanco hueso, mientras que su marido vestía unos pantalones grisáceos con zapatos negros y un pulóver azul Raf bajo una camisa blanca abierta; junto a ellos, el alegre chiquillo lucía un jersey de cuello cerrado confeccionado en un tono azulado más claro que el pulóver de su padre semioculto por un conjunto marrón de pantalón y chaqueta, calzando en los pies unas pequeñas bambas rojas. A media mañana, tras complacerse en un agradable paseo, los tres decidieron acudir para desayunar a las Balmoral, donde Rafael pidió un suizo, Marisa una ensaimada rellena y el niño unos cruasanes. Tras finalizar el desayuno la familia recorrió tranquilamente el camino de vuelta a casa deteniéndose a contemplar las hermosas flores multicolores que decoraban un apacible parque con sus alegres colores: rojo, amarillo, blanco, rosa, azul…

– ¡Qué flores más bonitas! –exclamó Carlos.
– Las azules son teñidas –replicó su padre secamente.

Durante el camino Marisa se detuvo a contemplar los escaparates de los numerosos comercios de la avenida, pues el sol refulgía radiante desde el cielo y la mañana invitaba a disfrutarla olvidando el presuroso correr inexorable del tiempo y el insidioso quehacer de la rutina cotidiana.

– Date prisa –apremió Rafael, obteniendo a modo de contestación una fulminante mirada simbólica cargada de respuestas.

La familia se detuvo a descansar en una plaza cercana, sentándose en un banco verde frente a una anciana de cabellos canos y mejillas rojas que pasaba apaciblemente las horas alimentando con pan a las mansas palomas que acudían a su lado y despertó en el niño el recuerdo de su abuela. Acosado por el aburrimiento y ajeno al intenso juego de miradas punzantes que sus progenitores se complacían en intercambiar, el pequeño pidió a su padre que le dejase ver las imágenes del diario, ante lo cual Rafael prestó a su hijo medio periódico advirtiéndole que no lo estropease. Mientras regresaban a su vivienda, una entre las tantas que conformaban la zona residencial más hermosa de la ciudad, Marisa luchaba por contener la ira que trataba de liberarse en violentos arrebatos de tensión; hasta que finalmente, cuando los tres recorrían la amplia calle que separaba su hogar de una lujosa vivienda ajardinada, la joven no fue capaz de controlarse por más tiempo, increpando a su marido la irritante actitud que mostraba:

– Siempre estás leyendo el periódico –protestó enojada-. Lo lees en en casa, desayunando, comiendo, en la calle o en el bar, y ahora incluso cuando paseamos. ¡Ya estoy harta!

Rafael no respondió y continuó leyendo con indiferencia, por lo que Marisa le insultó ferozmente. Al cabo de unos instantes se sintió culpable y besó a su hijo acosada por los remordimientos.

– No le hagas caso –le dijo Rafael a Carlos cuando se hubo asegurado de que Marisa no podía oírles.

Al otro extremo del espacioso apartamento, Marisa trataba afanosamente de disponer a tiempo los preparativos para la degustación apacible de un delicioso almuerzo sin disgustos culinarios consistente en un primer plato de arroz caldoso que antecedería a un segundo compuesto por carne y pimientos fritos. Sabía que Carlos odiaba el arroz caldoso y no sonreiría ante el plato de carne que él consideraba demasiado cruda, tal y como no cesaba de reivindicar día tras día asegurando que prefería la que comía en el colegio, más sabrosa y bien quemadita, pero Marisa opinaba que debía acostumbrarse. “En el colegio no me gustan nunca los primeros platos” –pensó el niño a la vista del suculento almuerzo-. Y sin embargo, en casa siempre me dan vino con gaseosa. Ciertamente no sé qué prefiero más”.

El tiempo discurrió prestamente y la familia se disponía a recoger los restos resultantes del almuerzo cuando el timbre de la puerta principal desgranó repentinamente su melodía con insólita sonoridad: los tíos de Carlos acudían de visita, extraña circunstancia debido a la gran distancia que separaba su residencia de la ciudad; alegre por verles de nuevo, Marisa abrazó a su hermana y les invitó a pasar al espacioso salón, sugiriendo a los niños que saliesen a jugar al exterior.

Carlos y su primo Enrique se divirtieron juntos largo rato en el amplio jardín de la vivienda con sus juegos preferidos: madelmanes, futbolín, la pelota, el camión de bomberos, las guerras de astronautas… Enrique, enojado porque perdía, gritó a Carlos que era un mentiroso y hacía siempre trampas, por lo que el niño enfadado, pegó a su primo una bofetada que le hizo llorar muy fuerte atrayendo la atención de los mayores, que acudieron al jardín para averiguar lo sucedido: todos menos Rafael, que leía con indiferencia el periódico en un rincón.

– ¿Qué ha pasado? –preguntó Marisa.
– ¡Me ha pegado! –gritó Enrique furiosamente.

Marisa deseó rebelarse y apoyar a su hijo, pero la presión de las circunstancias la obligó a devolverle la bofetada en contra de su voluntad; el pequeño Carlos se sumó a los berridos de su primo y ambos niños fueron llevados por sus padres al salón, donde Rafael continuaba hojeando con estudiada indiferencia el diario dominical. Marisa, con los nervios crispados y una feroz tormenta de ira desatándose en su interior, volvió a increparle, y sus violentas palabras terminaron al borde del insulto. Su hermana respondió que no se preocupase en un vano intento de reconducir la situación, pero la tensión se palpaba en el desagradable ambiente del que ambos optaron por huir despidiéndose precipitadamente entre inverosímiles subterfugios que todos prefirieron fingir creer. Los niños, ajenos a la tensa línea de fuego que se cruzaba a su alrededor, se despidieron enemistados sacándose la lengua con la envidiable ingenuidad propia de los dulces años en que la tierna infancia aún no ha quedado atrás. A los pocos minutos, Rafael abandonó hastiado el periódico y encendió el televisor para seguir el desarrollo del decisivo partido de fútbol que se disputaba en la capital.

– Cambia de canal, por favor –pidió Marisa-. En el segundo ponen una película.
– No –respondió tajantemente su esposo-. Estoy viendo el partido. Ni hablar.

Marisa se mordió los labios, encerrándose en la cocina para rumiar llorando a solas sus negros pensamientos mientras el niño salía al jardín a jugar con la muñeca que había cuidadosamente enterrado junto a un árbol a escondidas de sus padres. Cuando se hubo aburrido, el pequeño Carlos regresó a la cocina, sorprendiéndose al encontrar a su madre en tal estado:

– No llores –le dijo desconcertado, marchándose al salón para ver junto a su padre los minutos que restaban de la primera parte del partido. Al cabo de unos instantes comenzaron los anuncios, que el chiquillo adoraba, pero cuando se reanudó el partido el pequeño perdió el interés y miró con cansancio a su padre. “Qué extraño –pensó-. Es como si tampoco viese el partido y tuviese la cabeza en otra parte”. Sin embargo, antes de que tuviese tiempo de preguntarse lo que estaba sucediendo Marisa avisó de que la cena estaba servida, por lo que ambos se vieron obligados a acudir al comedor familiar y asistir a una cena en la que el ambiente se congelaría cruelmente entre miradas cuyo significado no todos lograrían discernir y en la que el lacerante silencio sería esquivamente enmascarado con el vacío e insidioso parloteo de dibujos animados, noticias y películas antiguas desde el televisor. Al finalizar la cena los padres de Carlos le enviaron a la cama y Marisa, no siendo capaz por más tiempo de contener la tensión, estalló en recriminaciones e insultos contra Rafael: sabía que él ya no la quería y amaba a otra mujer, la estaba engañando y su matrimonio se había convertido en un insulso cascarón vacío que les arrastraba por la helada corriente de las mentiras y miradas esquivas que estaban destrozando la vida de ambos. Herido por la verdad, Rafael insultó a su esposa y le pegó una bofetada que ella devolvió con renovada fuerza, por lo que en un febril delirio de inconsciencia, el joven estrelló repetidamente a su esposa contra la pared, quien cayó inerte al suelo. Rafael contempló aterrado lo que había hecho: sabía que no podría escapar a la justicia y trató desesperadamente por todos los medios de ocultar las pruebas de lo sucedido enterrando el cuerpo de Marisa junto al árbol del jardín, pero comprendió que todos sus esfuerzos serían inútiles ante el minucioso escrutinio policial. Asomándose al marco de la puerta del dormitorio de su hijo, comprobó aliviado que el pequeño dormía, ignorando que tan sólo lo fingía y ciertamente había escuchado más de lo que su padre hubiese deseado imaginar. Al día siguiente recibieron la visita de los agentes policiales y ante la inocente declaración del pequeño todo hubo acabado para Rafael: la prisión y la ignominia eran al fin su único destino. Carlos se trasladó a vivir a casa de sus tíos, ignorando los horrores de aquel trascendental domingo hasta que la niñez le hubo abandonado para siempre y la lucidez de la edad adulta le permitió comprender lo sucedido.

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