Semana 12: Final del Taller de Narrativa

12 son las semanas que hemos estado desenseñando a desaprender cómo se describen las cosas... La esponja de palabras está hasta arriba pero ¡aún tiene capacidad de absorber vuestros últimos relatos!.

Y no olvidarse jamás que NUNCA TE ACOSTARÁS SIN SABER UNA COSA MÁS.

Mirando hacia atrás

Los primeros luceros de la mañana comenzaban a despuntar semivelados tras la espesa cortina de agua que descargaba su furia sobre la ciudad, arrancando a las diminutas gotas reflejos centelleantes que proyectaban tímidamente sus variadas tonalidades sobre el pavimento grisáceo de la avenida central. Todo transcurría con acompasada rutina mientras el reloj de la plaza anunciaba con sonoridad lejana las siete campanadas y los niños interrumpían curiosos su presuroso andar hacia la escuela deteniéndose a contemplar las imágenes que rutilaban inseguras sobre la turbia superficie de los charcos, admirando con detalle universos de cristal invisiblemente desconocidos entre aquellos que rompían inconscientemente las imágenes con sus botas de agua indicando que su presto recorrido por la vida les impide comprender una realidad que para ellos nunca existió, como tantos otros que pasamos nuestros años corriendo desde un lugar hacia otro sin saber exactamente cómo ni por qué, despreciando instantes cuya belleza nunca aceptamos posibilitarnos conocer. Y sin embargo, pese a la aparente normalidad cotidiana manifiesta en aquella lluviosa mañana helada de otoño, algo no sería igual para una de tantas personas que recorrían con paso apresurado los escasos metros que distaban de la rojiza cancela del colegio sobre cuya superficie las gotas de agua se deslizaban rápidamente trazando figuras imposibles en la gastada cubierta metálica del portón: comenzaba el último año de docencia para Elisa, la anciana maestra más conocida en la ciudad.
La profesora caminaba distraída con la mirada prendida en el luminoso horizonte mientras sus pisadas ajustaban inconscientemente su ritmo a un metódico compás, de forma que no tomó conciencia del lugar en que se encontraba hasta que se halló sentada en aquella mesa tan ajada y familiar desde la cual durante una treintena de años había observado suspirante el austero reloj situado sobre la blanqueada pared opuesta aguardando con suplicante mirada la liberadora campanada tan deseada por todos aquellos enseñantes carentes de vocación cuya media vida transcurre esperando con indebido anhelo la finalización de su irritante jornada laboral. Fue entonces cuando se dio cuenta de que iniciaba con ese instante su último año de docencia y que no habría jamás para ella otro día igual, otro comienzo de curso donde conocer a la veintena de alumnos cuyos conocimientos tendría durante nueve largos meses la obligación de incrementar. ¿O quizá no sólo eso? Un pensamiento cruzó raudo su mente cual un relámpago mientras observaba detenidamente los rostros de los inocentes niños que mantenían un expectante silencio tras sus pupitres: tal vez, en su deseo de convertirse en la maestra más querida y apreciada por todos, hubiese precisamente obviado durante tantos años una infinidad de oportunidades y obligaciones que habría sido su deber cumplir, olvidando sus propios principios e ilusiones por los de todos aquellos cuya aprobación ansiaba tan afanosamente conseguir. ¿Consistiría tan sólo su obligación en lograr que aquellos niños aprendiesen o habría debido enseñarles a disfrutar haciéndolo cuando ella ya no estuviese para ayudarles? Y comprendo inmensamente su inquietante pregunta, pues también yo me hube encontrado algún lejano día en las postrimerías de mi carrera educativa lamentando haber cometido ese error tan humano consistente en darse cuenta de todo cuando inexplicablemente es ya demasiado tarde y el desolador correr irrevocable del tiempo no consiente en volver atrás.
La jornada transcurrió con insólita rapidez y Elisa se sorprendió comprobando que por primera vez hubiese deseado retrasar el inquebrantable ritmo del susurrante reloj no viéndose así obligada a escuchar con aquella inusitada prontitud maléfica la anteriormente ansiada campanada portadora de liberación en tiempos pretéritos mientras lo era ahora de silenciosa condena. El aula quedó sumida en una paulatina tranquilidad mientras la anciana maestra permanecía ante la pizarra observando con reflexivo interés el reloj que musitaba su eterno murmullo desde el extremo opuesto de la habitación, desafiándola a comprender en qué había derrochado el precioso tiempo de su valiosa vida. Y entonces, en aquel preciso instante, un rayo de lucidez iluminó la dubitativa mente de la septuagenaria profesora con devastadora claridad: Elisa recogió con decisión sus libros mientras salía a la calle resuelta a afrontar definitivamente la vida con valor y decisión. Al fin, libre. Al fin, su vida.

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