Semana 12: Final del Taller de Narrativa

12 son las semanas que hemos estado desenseñando a desaprender cómo se describen las cosas... La esponja de palabras está hasta arriba pero ¡aún tiene capacidad de absorber vuestros últimos relatos!.

Y no olvidarse jamás que NUNCA TE ACOSTARÁS SIN SABER UNA COSA MÁS.

Una mirada diferente

Caían tras los cristales las finas lluvias postreras de abril mientras Lolo disfrutaba cómodamente instalado en el sillón de su pasatiempo favorito manipulando con avidez los gastados controles de su mando de consola mientras trataba desesperadamente de amortiguar los inoportunos sonidos delatores tras el espeso pelaje de su gato Chito, que dormitaba con envidiable placidez en su regazo ajeno a las preocupaciones del inquieto amo, quien aguardaba con temor el inevitable momento en que su madre, que suspiraba con alivio en el comedor siguiendo el desarrollo de la telenovela de sobremesa en la creencia de que su hijo estudiaba silenciosamente en la habitación, cayese en la cuenta de la mínima credibilidad ofrecida por el hecho de que Lolo aceptase trabajar durante horas encerrado en su dormitorio sin oponerse ni protestar. Repentinamente la puerta de la habitación se abrió de par en par golpeando la pared con inesperada fuerza mientras Teresa irrumpía en el dormitorio cargada de devastadora furia: un súbito silencio en el televisor había permitido a la madre del chico discernir el origen de los sospechosos ruidos acallados procedentes de la habitación. Sobresaltado, Lolo saltó violentamente del sillón para tratar de ocultar la evidencia de su vicio prohibido, arrojando a su gato al suelo y cayendo sobre él mientras recibía simultáneamente una bofetada de su madre y un arañazo del felino, que corrió a esconderse con ira bajo la seguridad del atestado escritorio dirigiendo a Lolo una mirada de manifiesto resentimiento mientras lamía con disgusto su rabo dolorido.
– ¡Otra vez con la consola! ¡Siempre, siempre con la consola! ¡Aquí es donde deberías estar! ¡Aquí, estudiando! ¡No te lo repetiré más! –puñetazo sobre la mesa. El desdichado gato, que trataba infructuosamente de conciliar el sueño perdido creyéndose a salvo en su refugio, salió disparado en dirección a la puerta entre breves maullidos insistentes de descontento–. ¡La próxima vez que me desobedezcas tiraré la consola por la ventana!
La madre de Lolo abandonó furiosa la habitación de su hijo entre murmullos de rabia y reproche, cerrando la puerta con una energía que subrayaba su furibundo estado de ánimo durante aquellos instantes. El chico permaneció silenciosamente pensativo en el interior de la estancia dudando lo que debería hacer a continuación; sin embargo, su dubitativo estado no duró largo rato, dado que al cabo de unos instantes decidió salir a pasear a lo largo de la avenida marítima observando que había dejado de llover: con certeza el cambio de aires le vendría bien, o al menos quizá lograse evitar la ineludible hoja en blanco depositada sobre el escritorio que no cesaba en recordarle con terrorífica insistencia las obligadas tareas indeseadas que no podría entregar al día siguiente…
Los inseguros rayos del sol despuntaban tímidamente tras las nubes grises mientras Lolo vagaba sin rumbo por la silenciosa avenida solitaria que discurría paralela a la cercana orilla del mar desde donde emanaban efluvios a salitre acompasados por el incesante sonido de las olas, sin disfrutar del hermoso paisaje en su mente velado por los recuerdos del deseado juego de consola pero eludiendo el momento de regresar a su casa y encarar la furia de su madre, quien pondría sin duda el grito en el cielo al comprobar el lamentable estado de su cuaderno de matemáticas obligándole a trabajar durante horas encerrado en el salón angustiosamente privado del tranquilizante murmullo del televisor. Y fue entonces, durante uno de tantos instantes en que su mirada divagaba perdida en ninguna parte, cuando la vio. Su esbelta figura se recortaba a contraluz desde la lejanía desdibujando un largo cabello que ondeaba suavemente mecido por el viento, apenas una silueta entre las elevadas palmeras de la avenida mientras leía un libro apoyado en su regazo sin elevar un instante la mirada. El chico caminó en aquella dirección hasta dejarla atrás, pero un invisible hechizo le hizo detenerse y volver hacia ella la mirada. Lolo la contempló en silencio durante un maravilloso intervalo de tiempo interminable sin atreverse a dirigirle la palabra hasta que le dio la espalda suspirando y mientras su mente divagaba por invisibles universos desconocidos las piernas le condujeron hasta el portal donde Chito le esperaba, dirigiéndole al divisar su silueta un sutil maullido taimado de circunstancias.
La mañana siguiente transcurrió con exasperante lentitud para Lolo, que permaneció durante toda la jornada con la cabeza en las nubes comprobando diez veces cada cinco minutos la irritantemente pausada evolución de las manecillas del reloj sin tan siquiera atender a los gritos de su desesperado profesor, quien acabó por aguardar el timbre liberador con mayor anhelo que su díscolo alumno indócil. Cuando tras una interminable veintena de minutos la jornada finalizó Lolo recogió raudo sus libros y partió velozmente hasta su casa ante la sorprendida mirada de sus amigos, sin perder tan siquiera unos segundos esperando el acostumbrado transporte escolar. Al llegar a la casa el chico eludió las preguntas de su madre acerca de aquella inesperada prontitud argumentando con perfecta réplica que a su profesor de literatura no le había sido posible acudir a clase y la jornada había finalizado con premura, tras lo cual almorzó desenvolviendo la presteza que habitualmente reservaba para las ocasiones en que aguardaba el momento de iniciar un deseado nuevo juego de consola y se dirigió hacia su habitación ante la suspicaz mirada inquisidora de su madre cerrando la puerta con determinación. Lolo permaneció unos instantes sin decidirse a soltar el pomo de la puerta mientras su mirada se dirigía impulsivamente hacia la consola, temiendo que si consentía en liberarse de aquel apoyo protector sus piernas no le obedecerían y correrían hasta el ansiado lugar desde donde había disfrutado de sus juegos durante tantas felices ocasiones. Finalmente respiró hondo y se dirigió temeroso hasta el rincón donde descansaba su mochila extrayendo de su interior el odiado cuaderno de matemáticas con una irrefrenable decisión: por una vez estaba decidido a hacer lo que difícilmente habría hecho nunca solo. Aquella tarde de soleado jueves, Lolo iba a hacer los deberes.
Pasaron las horas y al cabo de un tiempo el chico contempló asombrado la hoja escrita que permanecía ante sí sobre la mesa atónito ante lo que observaban sus ojos; Incomprensiblemente, había sido capaz de completar los deberes sin ayuda. Lolo abandonó la mesa de trabajo escrutando tras los amplios cristales de la habitación la soleada tarde que se complacía ofreciendo al transeúnte sus deleitantes esplendores desde el radiante cielo azul, decidiendo que por fin había llegado el anhelado momento de salir a pasear... por la avenida marítima. El chico silbó y Chito acudió alegremente a su llamada maullando feliz ante la insólita oportunidad brindada por el destino para escapar de aquel encierro mientras su amo le colocaba el antiguo collar oxidado que ambos creían perdido para siempre olvidado entre las envolventes tinieblas de los juegos de consola, tras lo cual ambos salieron al encuentro de la maravillosa tarde entre los atronadores gritos de Teresa:
– ¡Lolo, espero que sepas lo que estás haciendo! ¡Si encuentro las tareas sin hacer, esta vez te vas a enterar!
– ¡Sí, mamá! ¡No te preocupes –gritó Lolo desde la distancia, cerrando el portal mientras una leve sonrisa ladina se insinuaba en sus labios imaginando el asombro de su madre al comprobar la perfecta hoja de tareas que yacía sobre su escritorio pregonando que algo había radicalmente cambiado en su vida para siempre.
El chico caminaba despacio por la avenida disfrutando de la feliz compañía de su gato mientras divagaba su anhelante mirada entre el gentío que conversaba, leía o corría por la avenida. Divisó asimismo a un niño que jugaba exánime con su móvil ajeno al alegre movimiento que bullía a su alrededor, dándose cuenta asombrado de que le contemplaba con pena, tal y como debían de haberle observado a él durante tantas ocasiones en las que permanecía horas sentado en un banco del cercano parque local obsesionado con las invisibles diversiones de su insulsa game boy. ¡Cuántas cosas perdidas! ¡Pero cuántas cosas!
Sin embargo, el tiempo transcurría inexorable mientras Lolo, desesperado, no lograba divisar la imagen de aquella chica que le obsesionaba locamente desde el primer momento en que vislumbró su inigualable silueta envuelta en la brumosa noche silenciosa de la avenida. Súbitamente la correa de Chito se zafó de sus manos distraídas con repentina fuerza mientras el gato echaba a correr lanzando agudos maullidos de alegría ante la incrédula mirada atolondrada de Lolo, quien contempló horrorizado cómo su mascota ronroneaba con insistencia al pie de una figura que no habría podido evitar reconocer, una chica que leía un libro mientras sostenía con descuido en su delicada mano… un oloroso bocadillo de atún.
La chica levantó la mirada del libro en el que se encontraba inmersa al sentir enredarse algo similar a una pequeña bolita peluda en sus pies:
– ¡Oh, qué gato más bonito! ¿Quieres un poco, amigo? – dijo Marina sonriendo mientras ofrecía al animal un trozo de atún que Chito aceptó con un maullido de felicidad mientras frotaba la cabeza contra ella manifestando su alegría. La chica examinó a las personas que la rodeaban tratando de descubrir al dueño del cariñoso gato, a quien no tardaría en identificar como como aquel chico de mejillas encendidas que la observaba detenidamente tratando de ocultar su retraimiento mientras realizaba un amago de saludo titubeante con temor–. ¡Qué gato más bonito tienes! ¿Cómo te llamas?
– Me… me llamo… Lolo –titubeó el chico, azorado ante la inesperada situación–. Y tú, ¿cómo te llamas?
– Yo me llamo Marina –dijo ella tratando de reprimir la risa irremediable que brotaba en su interior mientras trataba de imaginar la ruborizada turbación de aquel curioso chico si continuase diciendo: “Y voy a evaporarme si me miras tanto”.
Superada la inicial timidez del avergonzado Lolo, ambos charlaron durante largo rato bajo el sol abrasante de la tarde. La chica relató a Lolo que acudía siempre que le era posible al paseo marítimo para leer todos los libros de ciencias que lograba conseguir merced a la generosidad de la bibliotecaria de su centro, ya que la lectura constituía su pasatiempo favorito además de estudiar, escribir e investigar. La inminente caída de la noche sobre la ciudad obligó a Lolo a despedirse de ella en contra de su voluntad levemente consolado con la agradable idea de que habían acordado verse de nuevo durante la tarde del día siguiente en el mismo lugar maravilloso de la avenida, como lo harían ritualmente a lo largo del tiempo hasta el momento de su matrimonio, acontecido tantos años después. Al llegar a su casa el chico suspiró con alivio liberando las tensiones de aquella espléndida tarde mientras acariciaba a Chito con inmenso agradecimiento: sin duda, aquel animal tan simpático poseía un secreto don especial…
Sin embargo, las inesperadas alegrías de la inigualable tarde de jueves no habían concluido aún para el asombrado Lolo, quien recibió feliz la alegría de sus padres ante la inusitada perfección laboriosamente lograda de su libreta de matemáticas. Toda la familia se encontraba pletórica de alegría cuando con tras una inesperada sonrisa la madre del chico dijo a su hijo:
– Te felicito por tu trabajo, me has hecho sentir muy orgullosa de ti. Y ahora, como premio, antes de acostarte puedes jugar a la consola.
Repentinamente un acceso de furia contra sí mismo asaltó a Lolo, que subió las escaleras seguido por sus padres mientras éstos intercambiaban un fluido juego de miradas sin comprender lo que había sucedido; al llegar a su dormitorio, el chico se dirigió con rabia hacia un rincón y arrojó repetidamente la consola contra la pared hasta que los engranajes del aparato cayeron al suelo entre un estrépito de metal fragmentado e inútil. Un tenso silencio se esparció por la habitación: todos habían comprendido. A la mañana siguiente Lolo se encontró caminando feliz hacia el colegio, recibiendo por fin con alegría la dicha de una vida plena carente de limitaciones.

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